Cantar de burros / En opinión de Magno Garcimarrero

“Tu rey viene a ti, manso y sentado sobre una asna, y sobre un pollino, hijo de animal de yugo” (Mateo 21, 5)

El borrico es el verdadero espíritu santo y no la paloma, sobre un burro cabalgó María en su gravidez ingrávida; a lomo de burro huyó José y su familia hacia Egipto, sobre un pollino cero kilómetros montó Jesús en su entrada triunfal a Jerusalén, para dar cabal cumplimiento a las palabras del profeta Zacarías; antes, la quijada de ese cuadrúpedo por antonomasia, sirvió para la comisión del primer filicidio que consigna la historia, sin que dé cuenta si Caín, antes de victimar a su hermano asesinó también al susodicho burro.

 Los anales registran asimismo la quijada fresca de asno como arma contundente usada por Sansón para exterminar a mil filisteos (Jueces, 15, 15), contienda que aún no termina aunque ahora con tanques de guerra.

El jumento es el verdadero paráclito, la invocación del pneuma divino.

Lo dicho se confirma -cuando no se sabe por mano de escriba ni boca de juglar que el animal del que hablamos y que diera tanto servicio en general a la raza judía y en particular a la sagrada familia y de ahí a todo el mundo cristianizado o no– que tuviera una identidad, un nombre propio, una individualización.

No, el Equus Africanus Asimus de que habla la ciencia, es un alma universal, mencionando a uno se invoca a todos los burros del mundo y de todas las épocas, la noble bestia no ha cuajado en un “yo burro” como ha ocurrido excepcionalmente con otras especies no humanas, me refiero a Chita la chimpancé madre putativa de Tarzán, o Copito de Nieve el gorila blanco del Zoo de Barcelona, o Flipper la delfín hembra que llenó el hueco en el celuloide que dejaran los perros Lassie y Rintintín de tan grata memoria y espíritu combativo.

No, El borriquillo de Sancho tiene una eterna existencia literaria, el Platero de Juan Ramón Jiménez es poético, aparte de pequeño, peludo y suave; lo mismo puede decirse del burro flautista de Iriarte, del asno de oro de Lucio Apuleyo, del burro que pone Shakespeare en el Sueño de una noche de verano y del burro Benjamín de La rebelión en la granja de G. Orwell.

El burro dipsómano de Acapulco pone el ejemplo: no ha sido un solo burro, es muchos burros emborrachados y muertos de cirrosis hepática durante varias generaciones de turistas divertidos e inescrupulosos desde que el primero tuvo la mala suerte de ser sorprendido bebiéndose las sobras de cerveza en la playa de La Roqueta; ese burro espectacular, sin nombre, es también todos los burros abstemios del mundo, es el burro emblemático de los demócratas norteamericanos y el burro blanco de las porras del Politécnico Nacional. El burro con anís no es burro es una infusión.

Originario de África, el multicitado animal fue domesticado hace más de cinco mil años, el homo sapiens y el burro llegamos de allá –ahora se sabe- del prodigioso continente negro, para poblar todos los rincones del planeta, pero mientras los asnos mantienen un número razonable de población, a pesar de sus obvias capacidades de reproducción, los seres humanos, con alma, individualizados con un nombre personal y propio, hemos abusado del apareamiento hasta lo insoportable.

Por eso afirmo contundentemente que los burros son mejores que los seres humanos, son pocos, útiles, obedientes, trabajan sin chistar, le ponen los lunes y, no presumen de nada… o de una sola cosa si acaso. A este planeta tal vez le valiera más que hubiera más burros que humanos aunque se acuñara un nuevo refrán: “Cría burros y te llevarán a Jerusalén”.

M.G.

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