En Opinión De...

   En opinión de Magno Garcimarrero  
 Divorcio necesario  

Magno Garcimarrero

Era primavera, los chiquillos de la escuela jugábamos canicas en una calle de tierra donde había un área de juegos infantiles, al aldo del parque central del pueblo; ese día desde temprano habíamos “pintado venado”. Con esos soles poco frecuentes en el lugar, era preferible la libertad, que encerrarnos a escuchar las clases de catecismo en la escuela de Mariquita Serrano, quien nos había obligado a aprender a leer y escribir en tres meses y a repetir de memoria la doctrina católica.

En aquella ocasión, algunos de los mocosos que jugábamos, comenzó a reír y a lanzar gritos de atención para los demás, para que nos fijáramos en un perro y una perra en posición coital que hacían esfuerzo por caminar arrastrando el uno a la otra. Todos los chiquillos nos propusimos molestarlos tirándoles terrones, piedras, varas, rodeándolos como en una danza pagana acompañada de gritos, risotadas y aspavientos, cuando de pronto, escuchamos los gritos característicos de la profesora Mariquita reprochándonos nuestra actitud, por lo que corrimos a ponernos a salvo de sus cocotazos, pero no era para nosotros la reprimenda, nos dejó ir y siguió de frente sermoneando a los perros, amenazándolos con la llave del zaguán de su casa que era del tamaño de su fe en Dios, arremetiendo contra los indefensos animales diciéndoles: “cochinos, perros asquerosos, almas de satanás”.

Los canes huían sin poder ser separados con trámite tan sumario, por lo que la vieja más se enojaba y corría tras ellos. Cruzaron el jardín central del pueblo entre las risas de los empleados del juzgado que dejaron el quehacer y se asomaron curiosos a ver el desaguisado, el conjunto protagónico siguió hasta el atrio de la iglesia perseguido por la rabiosa mujer a quien poco le faltaba para arrojar espuma por la boca.

Para entonces, la chiquillada rodeába a los perros y a la anciana profiriendo gritos y palabrotas indignas de ser repetidas por el eco de las naves del santuario; algunos paisanos se arrimaban disimulando, pero atentos, a fin de divertirse con lo que estaba ocurriendo.

Los animales aún trabados se metieron al templo del Señor de Jalacingo, cosa que provocó un alarido general y un cuasi desmayo de la anciana que se proponía sacarlos a patadas para que no mancillaran “la casa de Dios”. Nosotros, aún respetuosos y reverentes, preferimos no allanar el recinto eclesiástico y no cruzamos el umbral del templo; desde fuera oíamos los taconazos de Mariquita, los aullidos lastimeros de los perros y algunas voces del sacerdote que parecía rezaba a grito pelado para exorcizar a los endemoniados perros callejeros.

De pronto, entre el barullo y ante los ojos de los chiquillos que apenas nos asomábamos a la oscuridad vestibular del templo, salió el perro solo, como alma que lleva el diablo y después la perra acatando rumbo opuesto; al poco rato salió la vieja indignada pero satisfecha, ganando el camino de su casa con su cojera característica.

El secretario del juzgado comentó: “¡Caray, se pone dura la competencia… ahora ya también divorcian en la Iglesia!”

Magno Garcimarrero.

Publicaciones relacionadas

Botón volver arriba