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   En opinión de Miguel Ángel Romero Ramírez  
 El INAI y la modernización del autoritarismo  

La desaparición del INAI en México no es un movimiento aislado ni una simple reorganización administrativa. Es un paso calculado hacia la construcción de un modelo de gobierno opaco que sofoca el derecho ciudadano a cuestionar, verificar y exigir. Es un golpe estratégico contra la transparencia, envuelto en un discurso de eficiencia que oculta su verdadero propósito: concentrar el poder y silenciar los contrapesos.

En los regímenes autoritarios modernos, el control de la información no necesita recurrir a la violencia abierta; es suficiente con manipular lo que la sociedad percibe como verdad. La propaganda se convierte en la herramienta clave. En México, las conferencias matutinas se han transformado en un espectáculo -cada vez más ineficaz- de narrativa única, un espacio en el que se presentan «hechos» preseleccionados y se descalifica sistemáticamente a toda voz disidente.

La eliminación del INAI refuerza esta dinámica al privar a los ciudadanos de un acceso directo a la verdad. Sin datos verificables, el relato gubernamental se impone como la única realidad, y la ciudadanía pierde uno de sus principales eslabones para acercarse a la verdad como bien común y, a partir de ahí, construir sociedad.

La censura en México no necesita prohibir explícitamente ni cerrar medios; es suficiente con bloquear el acceso a la información incómoda. Con la desaparición del INAI, el gobierno se instala como juez y parte en la obligación de responder a preguntas incómodas sobre obras faraónicas, contratos opacos y decisiones cuestionables.

La opacidad se institucionaliza bajo la falacia de la seguridad nacional, mientras los mexicanos quedan desarmados frente a un aparato estatal que controla qué datos se hacen públicos y cuáles permanecen enterrados. En este nuevo esquema, la censura ya no es un acto de fuerza, sino un vacío estratégico que asegura el silencio.

Otro aspecto relevante en este modelo modernizador del autoritarismo es la cooptación de las voces que podrían representar resistencia. En lugar de enfrentarse a opositores abiertos, el gobierno los absorbe, neutralizando su capacidad de disidencia desde adentro. Figuras críticas se ven rodeadas de incentivos económicos o se integran en estructuras gubernamentales, mientras la narrativa oficial demoniza a quienes permanecen al margen.

El resultado no es solo un entorno sin crítica, sino una simulación de pluralidad que refuerza el control centralizado: cada medio cubre su cuota de propagandistas disfrazados de periodistas.

La desaparición del INAI consolida este esquema de control informativo, dejando a México más vulnerable a un autoritarismo que no necesita declararse como tal. La transparencia no es solo una herramienta de control gubernamental; es la base de una sociedad informada que puede cuestionar, exigir y construir. Sin un contrapeso independiente, el derecho a la información se convierte en una ilusión y un acto deliberado del poder que abiertamente busca dinamitar los mecanismos que le cuestionan.

Este no es un simple cambio en la estructura administrativa. Es una declaración de intenciones y principios: un gobierno que no desea ser fiscalizado, que busca operar lejos de los ojos ciudadanos, que prefiere un silencio cómplice y protector de los corruptos que desbordan sus filas.

La aceptación de un sistema que centraliza el control de la información y elimina contrapesos como el INAI no ocurre por imposición absoluta, sino por una combinación de comodidad, desencanto y manipulación. La mayoría no elige conscientemente un modelo autoritario; opta por él porque se le presenta como la solución más sencilla y alineada con una narrativa cuidadosamente diseñada para reducir la complejidad de los problemas nacionales.

Este fenómeno no es exclusivo de México, pero aquí encuentra un terreno fértil en una sociedad que enfrenta profundas desigualdades, desencanto democrático y un discurso oficial que apela a sus emociones más básicas.

El INAI, aunque crucial en su función de garantizar transparencia, fue pintado como un ente distante, caro y burocrático. Todos aquellos corruptos o corruptores que estuvieron dentro de la institución deben ser sancionados en términos de la ley, más no aniquilar la institución que, por definición y naturaleza, ayudaba a procurar un ambiente democrático al dotar de mecanismos a la ciudadanía para reclamar y exigir cuentas.

El sacrificio de la autonomía y la rendición de cuentas queda minimizado frente a la promesa de eficiencia y control. La mayoría opta por este modelo porque se le presenta como inevitable, eficiente y protector. La propaganda lo simplifica, la censura elimina dudas, y la falta de opciones claras lo hace parecer como la única solución viable.

Sin embargo, este camino cómodo tiene un costo alto: sacrifica la capacidad ciudadana de exigir rendición de cuentas, diluye los contrapesos democráticos y consolida un poder que no responde a nadie más que a sí mismo. Aunque la aceptación inicial pueda parecer cómoda, las consecuencias serán profundas y duraderas, comprometiendo el futuro democrático del país.

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