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   En opinión de David Martín del Campo  
 EL ORO DEL REMORDIMIENTO  

por David Martín del Campo

Nuestra herencia devota señala que diez son los actos que nos hacen indignos, réprobos términos bíblicos… hasta que somos redimidos. Le ha ocurrido al productor Harvey Weinsten, al expresidente Andrés Manuel, al químico Alfred Nobel.

       En 1888 murió Ludvig Nobel, que la prensa francesa celebró erróneamente: “Ha muerto el mercader de la muerte”. Lo habían confundido con su hermano Alfred, quien ciertamente había inventado la dinamita y la cordita (pólvora sin humo), explosivos que renovaron el arte de la guerra y le generaron, por cierto, cuantiosas regalías. Así fue como el químico sueco, carcomido por la culpa, decidió limpiar su mala fama con la creación del premio internacional que lleva su nombre.

       La culpa, la culpa, siempre la culpa. No fornicarás, no robarás, no mentirás, no matarás… que, a propósito, nuestro balance sexenal alcanzó la cota de los 200 mil homicidos, es decir, 92 asesinatos diarios, lo que nos sitúa como uno de los países más inseguros del orbe.

       Pero estábamos con Alfred Nobel y el premio a la Paz concedido este año al colectivo Nihon Hidankyo, conformado por testigos de las bombas atómicas  lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945. Los sobrevivientes del ataque atómico se hacen llamar “hibakusha”, cada vez son menos (el más joven tiene 80 años), y son promotores de la supresión mundial de ese tipo de armas. La culpa arraigada.

       Nihon Hidankyo será premiado con una medalla de oro y 900 mil dólares en metálico. El Doctor Simi (Víctor Manuel González Torres), por cierto se quedó con las ganas luego de una campaña mediática que lo propuso merecidamente, aunque fueron 268 los postulantes.

       La culpa de Alfred Nobel es equiparable a la del físico Robert Oppenheimer, inventor de la bomba atómica, quien vivió hasta su muerte con el remordimiento de haber provocado la muerte instantánea de más de 150 mil personas. La historia está recreada en la película de Christopher Nolan estrenada a fines del año pasado. 

       No matarás, no robarás, no mentirás, honrarás a tu padre y madre. Que por cierto esta madre patria nuestra, que se llama España, ha sido vilipendiada por nuestros gobernantes al exigirle que se humille, y postrada grite a los cuatro vientos que sí, ha pecado al expandir su imperio por el Nuevo Mundo que descubrió el piloto genovés (ya ni su nombre podemos citar) hace 534 años. 

       “Repent, repent, repent!”, gritan como enloquecidos los ministros puritanos buscando limpiar de impiedad al mundo. Igual que el capitán Ahab, navegando incansablemente para exterminar al demonio que han bautizado Moby Dick. De ese modo andan ciertos almirantes denostando al impuro; que se enmiende y pida perdón. ¡Arrepentíos, hijosdeputa! ¿¡Por qué nos conquistaron?!, a ver si de ese modo recuperamos la armonía del comunismo primitivo que vivíamos con los Caballeros Águila.

       El pecado ha sido vuestro, bandidos lujuriosos que sólo pensáis en robar nuestro oro… Y ya estarán los celtas redactando sus cartas exigiendo reparación al César de hoy (como se llame), que les envió aquellas belicosas legiones. O los pueblos tagalos condenando a los batallones del Japón que les invadieron sus islas filipinas. O los artesanos vieneses maldiciendo el asedio de Batu Khan, el conquistador mongol del siglo XIII. ¿A dónde enviarle la cartita? ¿A Pavlodar, Astracán? ¿Me vas a pedir perdón? y así cantemos juntos el bolero de Pedro Flores, “perdón, vida de mi vida, perdón si es que te he faltado, perdón, cariñito amado…” 

       La culpa de Alfred Nobel se hace presente una y otra vez. En los museos del Holocausto, en las peregrinaciones a Lourdes y Chalma, en el Viacrucis de Pascua que se repite en medio mundo. ¡Perdón, perdón por haberte crucificado, por haber exterminado a seis millones de judíos! Perdón, admirada Salma Hayek, por guardar estos pensamientos de lascivia.

       El remordimiento no llega. La contrición incumplida impide completar la eucaristía. Sin perdón no hay olvido, y sin olvido vivimos en perpetuo reconcomio. Como era el destino de Alfred Nobel, hasta que decidió sobreponerse a la dinamita, poner el oro y abrirse a la vida, la esperanza, y la gratitud.

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