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   En opinión de Mauricio Carrera  
 Odisear / 21  

Odisear / 21

Mauricio Carrera

Como Dios no puede estar en todas partes, inventó a las madres. La verdad es al revés. Como las madres no pueden estar en todas partes, inventaron a Dios. Eso lo supo a la perfección Anticlea desde el mismísimo día en que Odiseo, su Odiseíto, se perdió mientras compraba chicharrón y moronga en la Merced.

Se reprochó no haber sido más cuidadosa, más amorosa, mejor madre. De no haber estado platicando tontería y media con el carnicero, tan coqueto y tan chistocito el milpaneco, de no haberse distraído, de no haber soltado su manita, su hijo continuaría con ella, el malportado, el travieso, el chingaquedito, pero con ella, a su lado, abrazándose, abrazándolo, como si la vida no fuera otra cosa que un cariñoso relajo.

Ahora -lloraba y lloraba-, estaba perdido, quién sabe dónde, y tan pequeño, tan chiquitito, tan inocente, tan babas, tan parvulito. Perdido, sí, extraviado; desaparecido, pues.

Ahora -volvía a llorar y otra vez a llorar-, su Odiseíto estaba en la calle, solo, con frío, y en la calle hay gente mala, hijos de su, lestrigones, políticos, soldados mariguanos, cíclopes buleadores, críticos literarios, abusadores, krakens urbanos, brujas malas del oeste, mujeres que harían todo por tener un hijo aunque sea robado, pérfidas Heras, microficcionistas de chistes y no de literatura, sicarios de a cien pesos por difunto, millonarios que les gusta hacerle “cosas” a los niños, Lokis juguetones y desalmados. El mundo es un lugar malvado.

Fuera del hogar todo es malo, un cataclismo. Anticlea se hincó, rogó, rezó, imploró al único y verdadero dios, después a todos los santos y santas, después a todos los dioses de aquí y de allá, a todas las divinidades del Olimpo, de la Villa de Guadalupe, del Cristo Rey del Cerro del Cubilete, de la iglesia de San Hipólito, donde está el santo patrono de las causas perdidas, invocó con un curandero y luego con otro a Changó, a María Leoncia y otras deidades, se hizo una limpia, luego otra, prendió velas de colores compradas en el mercado de Sonora, asistió a instancias de una amiga a un curso de milagros, y nada de nada.

Oídos sordos. Invisibles presencias que no servían para gran cosa. Rezos y plegarias que no conmovían a las autoridades policiacas o a ningún cielo sin nubes.

Persignadas que no protegían, estampas de santitos que no funcionaban. Huevos pasados por su cabeza y cuerpo que le quitaban lo malo pero no le devolvían a su hijo. Su Odiseíto seguía perdido y ella lloraba y lloraba. Lloraba piedras y espinas, laberintos de dolor, penas que eran como cuchillos, lágrimas como precipicios para su alma rota.

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