En opinión de Roberto Abe Camil
El espíritu de Zaragoza

La acción del cinco de mayo de 1862 representa sin temor a exagerar una página de gloria para México, los detractores de nuestras mejores causas pueden aludir a una postura patriotera o a que no fue la batalla final. Sin embargo, afortunadamente están muy equivocados, el triunfo de las tropas del Ejército de Oriente al mando del general Ignacio Zaragoza sobre los expedicionarios franceses marcó un hito no solo en nuestra historia sino en la historia militar en general. La bravura de los soldados mexicanos rayó en la leyenda. Fueron hombres fogueados tras tres años de lucha en la Guerra de Reforma, buenos peleadores, pero ya estaban cansados, sus uniformes parecían harapos, muchos calzaron huaraches, no siempre comieron bien y rara vez recibieron su paga, sus armas eran piezas dignas de un museo, incluso buena parte de sus ellas provinieron de un lote de fusiles británicos que fueron previamente usados en la batalla de Waterloo en 1815. A su vez, parte de la artillería mexicana estuvo compuesta por las bocas de fuego que los españoles dejaron en los cerros de Loreto y Guadalupe al consumarse la independencia en 1821. A su favor, los mexicanos tuvieron el sentimiento de defender a su patria que una vez más era mancillada por una potencia extranjera y la asignatura pendiente de que no se consumara de nueva cuenta una humillación como la de 1847. 

Los seis mil soldados del cuerpo expedicionario francés, eran tropas magnificas, de las primeras en el mundo, bien uniformados, adiestrados y alimentados. Con armamento y equipo de primer orden, incluso en esta campaña mexicana tuvieron bautismo de fuego muchas de sus piezas de artillería. A todo lo anterior se añadió que los expedicionarios llegaron con la moral alta y tenían razón para ello, les precedían brillantes victorias en Crimea y el norte de Italia. Al mando de los invasores estuvo el aristócrata Charles Ferdinand Latrille, egresado de Saint Cyr, general de división y Conde de Lorencez. Previamente Lorencez se distinguió en Crimea lo que le valió el mando en México. El comandante francés vino acompañado por el general Almonte, indigno hijo de Morelos y el acento de su personalidad fue una arrogancia que tornó en torpeza, cometió un error elemental en el arte de la guerra, subestimar al enemigo. Es famosa la misiva que previo a la batalla y animado por sus éxitos iniciales en la escaramuza en Fortín de la Flores y la batalla de Acultzingo, envió al Mariscal Randon, ministro de guerra y en la cual manifestó:” Tenemos sobre los mexicanos tal superioridad de raza, organización, disciplina, moralidad y elevación de sentimientos que ruego a Vuestra Excelencia que diga al Emperador que a la cabeza de sus 6,000 soldados soy el amo de México”

El 4 de mayo de 1862, las fuerzas francesas acamparon en Amozoc en las goteras de Puebla y en esa misma fecha fuerzas de Zaragoza derrotaron en Atlixco a las tropas del traidor Leonardo Márquez que pretendió reforzar a Lorencez. Zaragoza con tino y prudencia dispuso la defensa en los fuertes de Loreto y Guadalupe, con una línea de combatientes entre ambas fortificaciones. La Historia es bien conocida, alrededor de las 11 de la mañana del 5 de mayo de 1862, los franceses iniciaron el ataque a Loreto y Guadalupe, a pesar de la sólida y bien estructurada defensa mexicana, los franceses llegaron a escalar los muros de los fuertes. Lanzaron tres oleadas de ataques mismos que fueron rechazados con bravura por los nuestros. Poco antes de las cinco de la tarde se soltó una gran tormenta que le resto movilidad a los enemigos quienes derrotados se retiraron con pérdidas considerables. En el bando mexicano se distinguieron entre otros Porfirio Díaz, Miguel Negrete, Joaquín Colombres, Felipe Berriozábal, Francisco Lamadrid y los valerosos Juanes de la sierra. El General Zaragoza fue magnánimo en la victoria, ordenó atender a los franceses heridos y regresar las condecoraciones de los que cayeron muertos o prisioneros, fue ahí cuando rindió el famoso parte al Ministro de Guerra y Marina: “…las armas del Supremo Gobierno se han cubierto de gloria…”  La arenga previa a la batalla la culminó diciendo a sus hombres: “ …veo en vuestra frente la victoria!”

El triunfo como ya se mencionó marcó un hito en México y Europa, fue el cimiento de la determinación que llevo a los mexicanos a no rendirse y alcanzar la victoria final en 1867, a su vez retardo exactamente un año la caída de la Ciudad de México en manos de los franceses. Lorencez fue inmediatamente relevado del mando por el más competente Forey y la derrota lo condeno al ostracismo en vida.

De cualquier modo y sin menoscabo de los valientes del Ejército de Oriente, su triunfo no se puede comprender sin el espíritu y determinación de su comandante.

Ignacio Zaragoza Seguin, nació en Goliad, Texas en 1829, hijo de un soldado. Cuando se perdió Texas, la familia se mudó a Monterrey. El joven Ignacio entró al seminario, pero su vocación no era la sotana, sino la casaca, aun así, nunca se despojó de una imagen más de seminarista que de general. Se unió al bando liberal en la Revolución de Ayutla donde destacó como un mando valiente y competente, continuo su carrera militar durante la Guerra de Reforma alcanzando el grado de General de Brigada, tras el triunfo fue brevemente Ministro de Guerra, pero dejo el Ministerio para hacerse cargo del Ejército de Oriente.

Su vida personal estuvo marcada por el sacrificio y las penas, debido a su carrera militar se casó por poderes con Rafaela Padilla, mujer extraordinaria, tuvieron 3 hijos, dos varones que murieron a los pocos meses de nacidos y una niña, que sobrevivió a sus padres. El matrimonio duro solo 5 años pues Rafaela murió de una pulmonía en enero de 1862, aun así, Ignacio se repuso y venció a los franceses pocos meses después. Las tragedias alrededor de la vida de Zaragoza, se consumaron el 8 de septiembre de ese mismo 1862, cuando murió en Puebla de tifo y cuando la patria más lo necesitaba, tenía tan solo 33 años de edad.

Hoy a 162 años de la batalla de Puebla, el espíritu de Zaragoza, afortunadamente sigue vigente como referente de las más altas virtudes que distinguen a los mexicanos en los momentos graves de nuestra historia.

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