En opinión de Jafet Rodrigo Cortés Sosa
De aquellas heridas

Saqué cita y hablé conmigo el fin de semana. Pensé que no habría mucha novedad en los temas, las heridas y los sueños, pero en realidad, ciertas heridas habían crecido sin que me diera cuenta, así como ciertos sueños se encontraban cubiertos de polvo, oxidados por el tiempo.

Tenía tiempo sin verme, así como soy, sin maquillaje ni perfume. Transparente, me sentía bastante roto, con orificios en el pecho como si de lesiones de bala se tratara; viejas cortadas, se abrían ante el más sutil contacto; pululantes estratagemas, se descubrían a la luz de la verdad doliendo hasta los huesos.

Después de charlar cierto tiempo, encontré un hilo de la conversación sobre el tamaño y la forma de las heridas que habían sido provocadas por instrumentos de tortura dignos de una perturbada imaginación. Unas lesiones, las más profundas, habían sido causadas por palabras que se clavaron muy adentro de la piel.

UNA PROCESIÓN

Para darle cierto orden a las ideas, acomodé las laceraciones; tomaron forma de procesión. No era una fila muy larga, pero tampoco demasiado corta, era lo suficientemente prolongada como para entender que tenía tarea por hacer.

Pude apreciar que los dolores seguían de pie dentro de mí. Desde las más antiguas heridas de infancia, pasando por aquellos anhelos de idealizar, hasta las finas cortaduras que causa de vez en cuando el ahora.

Ver mis heridas tan vulnerables, me hizo tenerles tanta lástima. Parte de mí no quería abandonarlas, para no dejarlas solas frente al salvaje y fatídico olvido.

Despegarme de algunas heridas fue sencillo, sólo requirió que lo decidiera para que cauterizaran al instante; mientras otras, quemaban al rojo vivo, doliéndome tanto que no me dejaban cerrar ni un ápice la piel para que sanara.

En otros casos, fue necesario armarme de valor para soltar el apego que me hacía conservar el dolor, por la bella nostalgia de recordar, por aquella trampa que se había vuelto sentir por lo menos eso.

ENTRE LO URGENTE Y LO IMPORTANTE

Sanar, sanar y seguir sanando, una difícil tarea cuando tenemos las heridas en desorden, cuando no sabemos por cuál empezar; entre dolores desacomodados, los prioritarios de atender se esconden a plena vista, otros, insignificantes, logran engañarnos, haciendo que les demos más importancia de la que merecen.

Entender la diferencia entre lo importante y lo urgente, nos ayuda a decidir qué atender ahora y qué podemos planificar. Así, podríamos darle mayor importancia a aquellas tristezas, dolores, nostalgias y duelos que requieren menor esfuerzo, mientras aquellos para los que no nos sentimos lo suficientemente preparados, podríamos agendarles cita para después, siempre y cuando aquel “después” tenga fecha y hora determinada, con la finalidad de no postergarles hasta la infinidad.

No hay fórmulas para lidiar con el dolor. Personalmente advierto que el proceso es volátil, en cualquier momento puede explotarnos en las manos, activado con un recuerdo furtivo que se cuele en nuestro pecho, desatando aquellas memorias que abren nuevamente la piel, que la infectan, que no la dejan sanar.

En ciertas ocasiones nos aferramos al dolor por aquella necesidad de sentir siquiera eso, por el miedo de soltar aquello que, pese a que nos lastime, le da sentido al ahora.

Jaime Sabines, como estudioso de la pérdida, planteó que debíamos recetarnos tiempo, abstinencia y soledad. Desde su perspectiva, después del manicomio que significa vivir el duelo, sentir mucho, cambiamos drásticamente el escenario, sumergiéndonos al profundo silencio del panteón, que nos empuja a no sentir nada; así, aquel dolor que vivía dentro de nosotros, se vuelve únicamente el eco que no reconocemos, pudiendo creer que siempre fue un espejismo, algo que nunca estuvo ahí.

Una entrega de Latitud Megalópolis para Índice Político

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