En opinión de Antonio Balam
Tony busca un milagro

CAPITULO UNO

Encontré a Tony una noche de octubre. Yo; había decidido salir a caminar, así como también para fumarme un cigarro. Era ya un poco tarde, no había mucha gente en la plaza. No sé si esto había ayudado para que yo haya podido fijarme en aquel pobre joven.

Iba caminando de regreso a casa, mientras pensaba en las cosas del día. No sé por qué, pero siempre suelo caminar con la mirada hacia una sola dirección, sí, pero esta vez sentí, sentía, como si alguien me estuviera llamando, no con su voz, no, sino que con su mirada. Es por eso por lo que, ahora lo sé, aquella noche caminé sin dejar de mirar de un lado para el otro.

Alguien me estaba llamando, sí, era todo lo que yo podía percibir, pero ¡quién! Seguí caminando y mirando, hasta que finalmente lo encontré. Enseguida lo vi y supe que necesitaba ayuda. A continuación, caminé hasta la banca donde él estaba sentado. Llegué y me senté a su lado. Esperé a que unos segundos pasaran, y luego, con voz muy baja le pregunté: ¿Es a mí a quien has estado llamando? Él no me contestó, y tampoco dijo nada. En cambio; solamente me miró, y entonces vi, en sus ojos, lo adolorido que estaba. Yo, sin dudarlo ni un segundo, me le acerqué y lo abracé. Y él, al sentir mi abrazo, rompió en llanto. Llora, llora, le dije. Ya estoy aquí, yo te ayudaré con tu carga, le prometí. Él tampoco dijo nada. En cambio, solo volvió a mirarme, y en sus ojos leí que me suplicaba: ¡Por favor, no me abandones! No, no voy a hacerlo, no voy a dejarte solo, le respondí. Pero él no me creyó. Es por esto por lo que le pregunté: ¿Qué es lo que tengo que hacer para me creas? Y entonces, finalmente, él habló. Tengo miedo, ¡mucho miedo!, dijo. Lo sé, ¡lo sé!, le respondí. También sé que sería absurdo si te dijera que te tranquilices, porque sé lo mucho que te duele. Yo… Él trató de seguir hablando, pero yo lo interrumpí. ¡No hables!, no tienes por qué hacerlo, le hice ver. Pero él, haciendo un gran esfuerzo me preguntó: ¿Cómo es que sabes que no quiero hablar? Porque me he dado cuenta de lo mucho que te cuesta hacerlo, le respondí.

Habían pasado unos diez minutos, cuanto mucho, desde que me senté al lado de este joven, pero para él parecía que habían pasado cientos de años. Solo con el tiempo pude entender el porqué de esto. De repente me di cuenta de no saber qué hacer o qué decirle. Porque si algo sabía es que no importaba qué o quién, nadie lo ayudaría a escapar del dolor que, ahora lo sé, apenas empezaba a luchar.

Por suerte yo me había dado cuenta de lo mucho que le costaba respirar, es por esto por lo que le dije: Mañana a primera hora vamos a ver a un médico. Él escuchó, pero esto pareció no importarle. Ahora sé por qué. Había sufrido tanto que, para estas alturas de su vida, toda esperanza por un poco de bienestar se le había ya esfumado. Supe que estaba yo en lo cierto, cuando a continuación lo escuché exclamar: Ah, ¡qué podría esto cambiar! Estoy acabado, y ya no hay reparo alguno… para mí…, terminó diciendo. Pero ¡Tony!, quise hacerle ver, ¡mírate! Tienes toda una vida por delante y… Él me interrumpió, y dijo: Sí. Y toda una vida que he vivido sin vida. Yo, siguió hablando, ya no sé qué hacer… quisiera solamente… ¡matarme! Tony… Traté de saber qué decirle para… ¡Qué injusta había sido la vida con él! Dime, él quiso saber, ¿cómo es que sabes mi nombre? Porque lo tienes escrito aquí, le dije, y le indiqué con mi dedo el lugar en el que él había escrito, sobre su pantalón bermuda, con letras muy estéticas: TONY.
Había un vacío imposible de sondear en su existencia, así como también un dejo de abandono, que yo no sabía cómo empezar a combatir y a erradicar. Seguía sin saber qué hacer o qué decirle, lo único que se me ocurría era hacerle ver que él me importaba de verdad, y que, costase lo que costase, yo haría hasta lo imposible por devolverle la vida que la misma vida le había arrebatado.

Es verdad, dijo, no sé por qué, pero tengo la manía de escribir sobre mi ropa. Dime, quise saber; pero antes de continuar con mi pregunta, le hice ver lo valiente que él era, y también lo mucho que ahora lo admiraba. Dime, ¿te duele mucho? Él escuchó mi pregunta, y a continuación se desvaneció sobre la banca. ¡Tony…! Me apresuré a pedirle disculpas. Ha sido muy tonto de mi parte hacerte esta pregunta… es solo que… Me detuve en seco. Para este entonces él se había llevado sus manos a su rostro; ¡estaba llorando! ¡Tony…! Me puse de pie y me agaché frente a él. Tony… Traté de saber qué decirle, sí, a pesar de ver lo absurdo que era decirle cualquier cosa. Me limité a acariciarle su brazo, al tiempo que me preguntaba cómo podía que yo pudiera ver su sufrimiento.

¿Dónde te duele?, le pregunté. Aquí, me indicó, llevándose sus dedos a su frente. ¿Qué te parece si vamos a mi casa?, allí tengo pastillas para el dolor, le dije. Él tampoco me contestó, solamente se puso de pie y aguardó. Vamos, le indiqué, y caminamos a mi casa, que solamente está a unos metros de la plaza.

Llegamos, abrí la puerta y entramos. Rápidamente fui a buscar el agua y la pastilla, y se lo traje. Se lo di, y él se lo tomó. Le pedí que se sentara, a lo cual él accedió. ¿Tienes hambre? ¿Ya cenaste?, quise saber. Sí, hace un rato, me contestó. ¿Quieres ver tele? No, solo quiero… descansar. Entiendo.

Él seguía tratando de fingir estar bien, más ahora que se encontraba frente a alguien como yo, sano, con algún que otro problema, sí, pero no tan grave como el suyo. Lo observaba.

– ¿Cuántos años tienes, Tony? -.
-Veintiséis-.
-Y ¿qué te gusta… hacer?-, me atreví a preguntarle, sabiendo que con tal dolor él simplemente no podía disfrutar hacer nada. Terminé mi pregunta, y al instante me di cuenta de lo injusto que había sido preguntarle esto, pero él, con su gran valentía me contestó:
-Me gusta escuchar música…, y también escribir.
-No me digas. ¿De verdad? A mí también me gusta escuchar música, dije.
– ¿Te gusta Kenny Rogers? -, preguntó.
-No, no lo conozco, dije. Ok, respondió, y calló.

Todo era silencio dentro de la casa, excepto por el ruido que los vehículos hacían, cuando cruzaban por la calle, y que llegaba hasta nosotros.

-¿Quieres tomar algo, Tony? -, le pregunté.
-No. Gracias.

Me encontraba parado frente a él. Lo miraba. Él no le daba importancia a esto, pero cuando pasé más de un minuto así, él levantó su rostro y me miró, de manera súbita, para nuevamente bajar su rostro. Lo vi llevarse sus dedos a su frente, y empezó a hacer, como hace una persona cuando le duele su frente.

– ¿Te duele mucho? -.
-Me lastima, dijo. No sé qué es lo que tengo. ¡No lo sé!
-Mantén la calma. Mañana a primera hora vamos con el médico, le recordé.

Si tan solo pudiera mitigar un poco su dolor, me decía, sin dejarlo de mirar. Pero sabía que lo único que podía hacer era esperar las horas que hacían falta para mañana, ¡pero y mientras! Ver a Tony así me partía el corazón. Me aparté de su silla, y me fui a mi cuarto.

Entré y me llevé una sorpresa. Vi que, de un momento para el otro, todo había cambiado para mí. ¿Qué me ha pasado?, quise saber. Encontré que todo lo que a mi alrededor estaba parecía ya no tener sentido. Y es que, tanto tiempo había vivido en esta casa, sin otra compañía más que la mía propia. Desde luego que tenía amigos, hombres y mujeres, pero no a alguien con quien yo haya podido sentirme único y especial. En cuanto caí en la cuenta de esto, sentí que había un vacío en mi existencia, mucho más grande que en la vida de Tony. Porque si hay algo que yo sabía es que él era y se sentía así por su dolor, en cambio yo. Para mí no había impedimento alguno para saber o sentir que todo estaba bien en mi vida, no hasta que vi que, sin así esperarlo, yo había comenzado a ver en Tony al hijo que jamás tuve y que, ahora lo supe, siempre me hizo falta. Entonces entendí por qué me sentía como me sentía. El motivo era él.

Un sentimiento de culpa acudió a mí. Todo se debió a que inevitablemente recordé lo egoísta que yo había sido en otros tiempos. Y en un solo instante recordé todas las escenas de mi vida, las tristes, las alegres, y la que ahora me resultó absurda. Recordé la vez en que, siendo yo niño, había deseado que Santa me trajera para navidad un caballo de verdad, y que mi deseo había llegado justo la mañana del veinticinco de diciembre. Con el paso del tiempo, cuando supe que Santa no existía, comprendí que habían sido mis padres quienes me habían comprado aquel caballo. Me sentí avergonzado por ver que, de una manera u otra, yo había pedido algo que no necesitaba para estar bien y para ser feliz. Pero esto es lo que suele suceder, cuando estamos bien y sanos, siempre pedimos y deseamos cosas que en verdad no necesitamos.

Mi sentimiento de culpa siguió creciendo, más y más. Quizás y fue esto lo que me hizo sentir una necesidad urgente por querer salir corriendo del cuarto e ir a ver si el dolor de Tony se había calmado un poco. Por qué, ¡por qué!, me dije muy molesto. Asenté mis llaves sobre la mesita de noche, y salí del cuarto a paso rápido. Llegué a la sala, donde él estaba. Lo encontré dormido. Gracias al cielo, pensé, y me sentí un poco más tranquilo. Caminé de nuevo al cuarto. Entré y busqué un cobertor para tapar a Tony. Regresé a la sala. Él seguía dormido. Nuevamente le agradecí al cielo porque le permitiese descansar un poco de su dolor. Desdoblé el cobertor y se lo puse encima, asegurándome de que si él se movía el cobertor no se le cayera. Tony había despertado en mí una ternura que yo jamás pensé que podría llegar a sentir. Descansa, le susurre, mientras terminaba de acomodarle el cobertor. Cuando terminé me le quedé mirando unos segundos más. Vas a estar bien, ya lo verás, le juré, mientras sentía que unas lágrimas acudían a mis ojos. Traté de no romper en llanto. Me pasé mis manos por mis ojos y me sequé así las lágrimas. Me agaché frente a él. Extendí mi brazo, y le acaricié su rostro con mi mano. Buenas noches, que descanses, le dije, para nuevamente ponerme de pie y alejarme de él.

CAPITULO DOS

El reloj despertador sonó una hora antes de lo normal. Lo había adelantado anoche al acostarme. Pensé que era lo mejor, ya que no podía dejar pasar a Tony más tiempo sin saber qué es lo que él tenía, y mucho menos a mí mismo, ahora que sentía que su problema también era el mío.
Me despegué las sábanas y salí de la cama. Me quedé sentado unos segundos en la orilla para inmediatamente empezar a reflexionar. Pensaba, más bien trataba de entender el porqué de todo esto. Pensé y pensé. Quería saber por qué la vida había sido así con él, por qué la vida lo había tratado muy mal. Pero no lo logré. Entonces me puse de pie, y me dirigí a buscar la ropa que me pondría el día de hoy. Solo me tomó unos segundos hacer esto. Luego, con la ropa en mis manos, caminé al baño. Entré, y lo primero que hice fue mirarme en el espejo. Pronto cumpliré cincuenta años, recordé, mientras examinaba mi rostro. Es mejor que me apresure, mientras más pronto esté yo listo, mejor, me dije. Me quité de encima la poca ropa que tenía, y me metí bajo la regadera. Abrí la llave, y mi cuerpo, al sentir el agua fría, se estremeció un tanto. Exclamé una pequeña queja que duró lo mismo que mi cuerpo a la aclimatación del agua, casi nada.

Suficiente, dije, y cerré la llave. Tomé una toalla, y me la puse sobre la espalda. Entonces me di cuenta de lo bien que se sentía estar arropado. Seguramente que algo parecido a esto sintió Tony cuando lo abracé, pensé, y me sentí muy contento de mi descubrimiento. Terminé de secarme, y me apuré lo más rápido que pude a vestirme. Listo, me dije, y de nuevo me miré en el espejo. Me gustó lo que vi. No es que yo fuese un vanidoso, sino que no le veía nada de malo en gustarme. Después de todo. ¡Algo en mí había cambiado!

Pensé que tal vez alguien me estaba manipulando o inventado los sentimientos. Y es que, no podía entender cómo es que aquel joven que estaba en mi sala descansando haya podido despertar en mí, no solo ternura, no, sino que, ahora lo sentía, también amor.

¿Qué me ha pasado?, otra vez me pregunté. ¿Cómo era posible que yo, siendo el hombre macho que siempre fui, estuviese ahora tan preocupado por alguien que apenas y conocía y que, aparte, ni siquiera era mi familia? ¡Cómo!, quise saber. No cabe duda de que la vida es algo que nunca deja de sorprendernos. Y pensando esto último salí del baño para enseguida ir a calzarme. Me agaché bajo la cama, y busqué unos zapatos cómodos. Me los puse, para luego seguir preparando lo que hacía falta. Busqué mi billetera en el cajón de la mesita de noche, y luego agarré mi reloj que estaba sobre ésta. Revisé mi billetera. Quería saber si el dinero que aquí había era suficiente para pagar la consulta con el médico, así como las medicinas, si es que le recetaba algo a Tony. Lo revisé y. haciendo cuentas, decidí que lo mejor era tener un poco de más. De nuevo me agaché y busqué en el cajón de abajo. Agarré un billete de mi dinero ahorrado y lo metí en mi billetera. Creo que ya tengo todo, me dije, y salí del cuarto…

Anthony Smart
(Sin fecha. Escrito, más o menos en el 2010)
(Vuelto a leer y a editar: “Abril/10/2024”)

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